jueves, 29 de mayo de 2008

LA NATURALEZA NO ES MUDA



Eduardo Galeano
Miembro de la REIT (Red Internacional de Escritores por la Tierra)

El mundo pinta naturalezas muertas, sucumben los bosques naturales, se derriten los polos, el aire se
hace irrespirable y el agua intomable, se plastifican las flores y la comida, y el cielo y la tierra
se vuelven locos de remate.
Y mientras todo esto ocurre, un país latinoamericano, Ecuador, esta discutiendo una nueva
Constitución. Y en esa Constitución se abre la posibilidad de reconocer, por primera vez en la
historia universal, los derechos de la naturaleza.

La naturaleza tiene mucho que decir, y ya va siendo hora de que nosotros, sus hijos, no sigamos
haciéndonos los sordos. Y quizás hasta dios escuche la llamada que suena desde este país andino, y
agregue el undécimo mandamiento que se le había olvidado en las instrucciones que dio desde el monte
Sinai: "Amaras a la naturaleza, de la que formas parte".

Un objeto que quiere ser sujeto.

Durante miles de años, casi toda la gente tuvo el derecho de no tener derechos.
En los hechos, no son pocos los que siguen sin derechos, pero al menos se reconoce, ahora, el derecho
de tenerlos; y eso es bastante más que un gesto de caridad de los amos del mundo para consuelo de sus
siervos.
¿Y la naturaleza? En cierto modo, se podría decir, los derechos humanos abarcan a la naturaleza,
porque ella no es una tarjeta postal para ser mirada desde afuera; pero bien sabe la naturaleza que
hasta las mejores leyes humanas la tratan como objeto de propiedad, y nunca como sujeto de derecho.

Reducida a mera fuente de recursos naturales y buenos negocios, ella puede ser legalmente malherida,
y hasta exterminada, sin que se escuchen sus quejas y sin que las normas jurídicas impidan la
impunidad de sus criminales. A lo sumo, en el mejor de los casos, son las victimas humanas quienes
pueden exigir una indemnización más o menos simbólica, y eso siempre después de que el daño se ha
hecho, pero las leyes no evitan ni detienen los atentados contra la tierra, el agua o el aire.

Suena raro, ¿no? Esto de que la naturaleza tenga derechos... Una locura. ¡Como si la naturaleza fuera
persona! En cambio, suena de lo más normal que las grandes empresas de Estados Unidos disfruten de
derechos humanos. En 1886, la Suprema Corte de Estados Unidos, modelo de la justicia universal,
extendió los derechos humanos a las corporaciones privadas. La ley les reconoció los mismos derechos
que a las personas, derecho a la vida, a la libre expresión, a la privacidad y a todo lo demás, como
si las empresas respiraran. Más de 120 años han pasado y así sigue siendo. A nadie le llama la
atención.

Gritos y susurros
Nada tiene de raro, ni de anormal, el proyecto que quiere incorporar los derechos de la naturaleza a
la nueva Constitución de Ecuador.

Este país ha sufrido numerosas devastaciones a lo largo de su historia. Por citar un solo ejemplo,
durante más de un cuarto de siglo, hasta 1992, la empresa petrolera Texaco vomito impunemente 18 mil
millones de galones de veneno sobre tierras, ríos y gentes. Una vez cumplida esta obra de
beneficencia en la Amazonia ecuatoriana, la empresa nacida en Texas celebro matrimonio con la
Standard Oil. Para entonces, la Standard Oil de Rockefeller había pasado a llamarse Chevron y estaba
dirigida por Condoleezza Rice. Después un oleoducto traslado a Condoleezza hasta la Casa Blanca,
mientras la familia Chevron-Texaco continuaba contaminando el mundo.

Pero las heridas abiertas en el cuerpo de Ecuador por la Texaco y otras empresas no son la única
fuente de inspiración de esta gran novedad jurídica que se intenta llevar adelante. Además, y no es
lo de menos, la reivindicación de la naturaleza forma parte de un proceso de recuperación de las más
antiguas tradiciones de Ecuador y de América toda. Se propone que el Estado reconozca y garantice el
derecho a mantener y regenerar los ciclos vitales naturales, y no es por casualidad que la Asamblea
Constituyente ha empezado por identificar sus objetivos de renacimiento nacional con el ideal de vida
del sumak kausai. Eso significa, en lengua quichua, vida armoniosa: armonía entre nosotros y armonía
con la naturaleza, que nos engendra, nos alimenta y nos abriga y que tiene vida propia, y valores
propios, más allá de nosotros.

Esas tradiciones siguen milagrosamente vivas, a pesar de la pesada herencia del racismo que en
Ecuador, como en toda América, continua mutilando la realidad y la memoria. Y no son solo el
patrimonio de su numerosa población indígena, que supo perpetuarlas a lo largo de cinco siglos de
prohibición y desprecio. Pertenecen a todo el país, y al mundo entero, estas voces del pasado que
ayudan a adivinar otro futuro posible.

Desde que la espada y la cruz desembarcaron en tierras americanas, la conquista europea castigo la
adoración de la naturaleza, que era pecado de idolatría, con penas de azote, horca o fuego. La
comunión entre la naturaleza y la gente, costumbre pagana, fue abolida en nombre de dios y después en
nombre de la civilización. En toda América, y en el mundo, seguimos pagando las consecuencias de ese
divorcio obligatorio.